A partir de la década de 1960, la vida cotidiana en Argentina atravesó importantes transformaciones. Los y las jóvenes comenzaron a problematizar su lugar en la sociedad, en un marco de modernización cultural y de nuevas posibilidades de movilidad social. Cuestionaban el autoritarismo, las jerarquías y los roles predefinidos de géneros, entre otras cosas.
Las inquietudes políticas de buena parte de la juventud de ese entonces convivían con nuevas formas de relacionarse afectiva y sexualmente. Al mismo tiempo, se vivía en un clima de politización, en donde la militancia comenzaba a ser una práctica habitual y los hogares espacios de discusión política.
Por este motivo, la dictadura tuvo como uno de sus blancos específicos a las juventudes organizadas, y pretendió restaurar un modelo conservador de familia y de sociedad. Bajo estas ideas, las mujeres tenían roles bien definidos, madres y esposas, amas de casa, encargadas de las tareas de cuidado.
Luego del secuestro de sus hijas e hijos, la cotidianeidad de estas familias se vio completamente modificada. No solo se vieron afectadas por el dolor de la ausencia, sino también por el terror que se apoderó de sus entornos, ya que en muchos casos significó distanciarse ante la posibilidad de lo que por aquellos años circulaba como un manto de sospecha: “algo habrán hecho”. En otros casos implicó gestos de solidaridad y ayuda.
Frente al aislamiento que intentaba imponer la dictadura, estas mujeres se organizaron bajo su rol de madres, transformándose en protagonistas sociales y políticas centrales para la sociedad argentina hasta el presente.